jueves, abril 03, 2008

Alguna cosa está fuera del orden


El crujido lo despertó justo en el medio de un sueño apacible. Se destapó y miró a su lado. El reloj marcaba las 4.00 a.m. y su esposa dormía en plena calma, sin percatarse de la extraña intrusión. Porque algún hijo de puta se había metido en la cocina de su casa y estaba hurgando (seguramente alguien había hablado) en el frasco de azúcar que contenía sus ahorros, esos dólares estadounidenses que había decidido no depositar en el banco.
Por suerte, el revólver calibre 32 estaba cerca, guardado en el cajón de la mesita de luz desde mucho tiempo atrás y no tenía estreno. Ahora por fin iba a debutar. Hacía rato que le tenía ganas a esos amigos de lo ajeno, a esos cacos de mierda él les iba a enseñar una lección que no iban a olvidar jamás.
Y entonces tomó la decisión de bajar. Luego de darse un par de saques de cocaína para cobrar ánimo, en puntas de pie, se deslizó por las escaleras con la precaución de no hacer ruido alguno. Por la ventana de la cocina observó al malhechor, una figura de contextura robusta y rechoncha que se desplazaba subrepticiamente en medio de la oscuridad. Entonado y decidido, sin esperar un instante más, apuntó y abrió fuego. Todo el contenido del cargador de su revólver penetró en la cabeza del extraño. Con un ráplido refejo, se apresuró a encender la luz. El panorama era patético, alguna cosa no encajaba: estaba fuera del orden. Recordó fugazmente un viejo tema de Caetano Veloso hasta que en su mente desfilaron mil imágenes y sus pensamientos se convirtieron en un guión de una película de horror. Recordó la diabetes melitus, la prohibición de los dulces, la insulina, la cocaína y también las luchas constantes contra las privaciones por ciertos regímenes alimenticios. Pensó en su infancia y miró al sujeto desparramado en el suelo. Todavía aferraba en sus tiesas manos un pote de dulce de leche. Mientras tanto, alertada por las detonaciones, su mujer bajaba las escaleras y se disponía a ingresar en la cocina, pero él la detuvo en seco y luego de limpiarse una húmeda piedrita blanca que colgaba de su nariz le dijo tranquilamente: “no entres, acabo de matar al goloso de mi padre”.



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