Ella era tan fría, tan impredecible, tan locamente extraña. Apenas si había un delgadísimo trozo de hielo entre sus aspiraciones y lo que realmente conseguía.
Lamentablemente, él, bajo su influjo, estaba destinado a cumplir el rol de oscuro esclavo, de siniestro arlequín hundido en deleznable nada. Todos y cada uno de los caprichos debían ser complacidos pues de lo contrario ella podría enojarse. No, que Dios no permitiese tal infortunio... El era capaz de arrastrarse como una catarata de mermelada y retorcerse como lombriz en un anzuelo con tal de verla a ella feliz y conforme. Como aquel día en que -para comprarle el tapado de visón- tuvo que prostituírse ante cinco marineros filipinos o aquel otro, en el que mató a su perro -un ovejero de pura raza que había criado desde cachorro- sólo porque había ladrado fuerte y a ella le había producido perturbación, en realidad había mostrado cierta inquietud en su mirar pero sin llegar a molestarse. Ella era tan susceptible, tan hiriente. Y él, incondicionalmente seguía a su lado, pavimentado sobre sus pretensiones, crucificándose con tules de novia, arrastrándose ante látigos, cuero y encajes. Ella pedía, ella exigía, ella dominaba y la lengua del tipo solamente era el cotidiano betún de sus botas.
Pero volvamos a él (no por mucho tiempo porque ella es la que importa). Se encontraba pensativo, algo agitado y transpirado. Eran las nueve de la noche y estaba sentado en el sofá del living del departamento que compartían en barrio Martin( uno de los más caros de Rosario), en un octavo piso, vista al río, con todos los detalles de comodidad posibles. Sus gestos reflejaban un penoso abatimiento. Era el día del cumpleaños de ella, que precisamente estaba por llegar a la casa y debía pensar en un regalo conveniente. Justo para ella, que era tan exigente con los obsequios. Y sí…, seguro que su elección cumpleañera no le iba a gustar, qué circunstancia terrible... En el último aniversario le había regalado un cero kilómetro importado y ella se lo había despreciado. Había ahorrado varios meses, había vendido preciosas joyas, que eran un recuerdo de su madre. Ella lo había mirado despreciativamente. “Metételo en el culo, infeliz, no se te ocurre algo más original?” -le había dicho...
Lamentablemente, él, bajo su influjo, estaba destinado a cumplir el rol de oscuro esclavo, de siniestro arlequín hundido en deleznable nada. Todos y cada uno de los caprichos debían ser complacidos pues de lo contrario ella podría enojarse. No, que Dios no permitiese tal infortunio... El era capaz de arrastrarse como una catarata de mermelada y retorcerse como lombriz en un anzuelo con tal de verla a ella feliz y conforme. Como aquel día en que -para comprarle el tapado de visón- tuvo que prostituírse ante cinco marineros filipinos o aquel otro, en el que mató a su perro -un ovejero de pura raza que había criado desde cachorro- sólo porque había ladrado fuerte y a ella le había producido perturbación, en realidad había mostrado cierta inquietud en su mirar pero sin llegar a molestarse. Ella era tan susceptible, tan hiriente. Y él, incondicionalmente seguía a su lado, pavimentado sobre sus pretensiones, crucificándose con tules de novia, arrastrándose ante látigos, cuero y encajes. Ella pedía, ella exigía, ella dominaba y la lengua del tipo solamente era el cotidiano betún de sus botas.
Pero volvamos a él (no por mucho tiempo porque ella es la que importa). Se encontraba pensativo, algo agitado y transpirado. Eran las nueve de la noche y estaba sentado en el sofá del living del departamento que compartían en barrio Martin( uno de los más caros de Rosario), en un octavo piso, vista al río, con todos los detalles de comodidad posibles. Sus gestos reflejaban un penoso abatimiento. Era el día del cumpleaños de ella, que precisamente estaba por llegar a la casa y debía pensar en un regalo conveniente. Justo para ella, que era tan exigente con los obsequios. Y sí…, seguro que su elección cumpleañera no le iba a gustar, qué circunstancia terrible... En el último aniversario le había regalado un cero kilómetro importado y ella se lo había despreciado. Había ahorrado varios meses, había vendido preciosas joyas, que eran un recuerdo de su madre. Ella lo había mirado despreciativamente. “Metételo en el culo, infeliz, no se te ocurre algo más original?” -le había dicho...
Los minutos pasaban para agregarse poco a poco en sus espaldas y lo iban transformando en una especie de liquen compacto color almanaque que lo oprimía cada vez más. Ella en cualquier momento abriría esa puerta y no tenía un regalo. Resignado, casi sin fuerzas para pensar, se levantó, corrió hasta el dormitorio y trajo su revólver 38, el que guardaba en la mesita de luz. Luego escribió en una tarjetita “te amo” y la enganchó con un alfiler en la solapa de su saco. Se apuntó la sien y gatilló pero la bala no salió. En ese momento se dió cuenta de la locura que había estado por cometer. Su cráneo podría haber explotado y entonces la sangre habría manchado la alfombra persa de motivos dorados, la favorita de su esposa. Ni sintiéndose muerto convenía indisponerla a ella de ninguna manera, no, no... Entonces guardó el arma en el cajón, se quitó el saco, lo colgó en el perchero alisándolo suavemente para quitar las dobleces. Luego corrió hasta el balcón, se arrojó al vacío y cayó estrepitosamente sobre la vereda, cerca de unas plantitas de amaranto. Fue un golpe seco, inmenso. Rápidamente se acercaron al lugar varios curiosos y rodearon el cuerpo maltrecho. Cuando ella llegó, los miró fríamente, sonrió y entró con tranquila actitud en el edificio. El espectáculo era bastante desagradable pero al fin y al cabo había tenido su mejor regalo en años.